No estoy dando ninguna exclusiva si digo que comprar una casa es el sueño de la mayoría de los españoles. Está tan arraigada la necesidad de tener una en propiedad para vivir en ella que rara es la vez que se plantea como una inversión, convirtiendo a España en uno de los países con mayor número de propietarios y con más número de viviendas por unidad familiar. Sin embargo, la compra de una vivienda suele ser la mayor inversión de nuestras vidas y, además, condicionará el resto de las opciones financieras a las que tiene acceso el inversor doméstico. Considerar a la vivienda como un activo financiero de cara al futuro hace que su compra se vea también desde otro prisma diferente y no solo como para usarla como morada. Observen en su círculo de conocidos como casi todos hablan, sobre todo en los ciclos económicos alcistas, del precio de su vivienda, aunque no tengan ninguna intención de venderla; por el contrario, en los ciclos bajistas, apenas si se menciona debido a que, como antes, no hay intención de ponerla en venta.
Según revela un estudio del Banco Central europeo (BCE) sobre la vivienda en España, la dificultad para comprar una casa ha ido aumentando con cada generación. El informe evidencia que mientras que en 1988 se necesitaban menos de tres años de salario bruto para comprar una casa, en la actualidad se necesitan más de siete, continuando con una tendencia alcista y sin vistas a que mejore. Hace años, a diferencia de la actualidad, tener unos ingresos bajos no era un excluyente para acceder a una casa. Una explicación muy superficial pasa por cuantificar la divergencia existente entre el avance imparable de los precios inmobiliarios y el estancamiento que se viene produciendo de los salarios (descontando la inflación) en términos reales.
La crisis de 2008 marcó un antes y un después en el mercado inmobiliario. Desde entonces, los jóvenes han visto un estrangulamiento infranqueable en el acceso a la propiedad de su vivienda, obligándolos a optar por el alquiler (en algunas ocasiones compartido) o a retrasar su emancipación. A su vez, el gasto del alquiler impide cierta acumulación de riqueza imprescindible para la adquisición. Hace unos cuantos años, no era difícil obtener una hipoteca, aunque superase su precio de tasación, con la simple garantía de una nómina fija. Hoy, la situación no es la misma y las condiciones han cambiado sustancialmente: las entidades bancarias quieren seguir facilitando el acceso a la vivienda a través de la financiación, pero al querer evitar situaciones similares a las del pasado, requieren unas garantías que hacen difícil el acceso para los más jóvenes y para aquellos que sus trabajos y salarios son más precarios.
Comprar una casa en la actualidad requiere tener ahorrado del orden de un 40% del precio de compra. Primero, porque el banco, en el mejor de los casos, únicamente concederá hipoteca por el 80% de su precio. Segundo, los gastos asociados a la adquisición de un bien inmobiliario suponen del orden del 10%. Tercero, los estándares utilizados por las entidades financieras recomiendan no dedicar más del 35% de los ingresos mensuales a afrontar un préstamo hipotecario y, hoy por hoy, el porcentaje del salario neto de un hogar unipersonal puede superar el 60% de la cuota hipotecaria, por lo que es necesario que la hipoteca se suscriba a nombre de la unidad familiar y a muy largo plazo. Cuarto, los ingresos requeridos deben de ser estables y verificables para que se conceda la financiación y, aun así, es posible que la entidad requiera avales para cubrirse las espaldas en el caso de impago por insolvencia.
Durante la expansión inmobiliaria se produjo un aumento importante de la propiedad en todos los grupos de edad, incluso muchas familias compraron una segunda vivienda como inversión, pero las actuales condiciones socioeconómicas de las nuevas generaciones están haciendo que sea inviable la compra de una vivienda para poder emanciparse.
La mayoría de los españoles siempre hemos pensado en los descendientes con el fin de intentar ayudarles en su primer vuelo hacia la salida del nido familiar, tanto es así que muchos padres y abuelos que tuvieron ese pensamiento les están cediendo, de forma gratuita, una de sus viviendas para que sus hijos o nietos puedan emanciparse con una cierta tranquilidad.
Lo peor de todo es que esto no mejora: vamos enlazando una crisis tras otra, recibiendo reveses económicos y financieros por todos los flancos. La peor partida se las está llevando las nuevas generaciones que acaban de finalizar su etapa de formación para adentrarse en el mundo laboral (entre los 16 y los 29 años), pero este es implacable con ellos y los está convirtiendo en el colectivo con el índice de pobreza y exclusión social más elevado, haciendo que la tasa de emancipación sea la más baja de la historia moderna. El índice de emancipación tuvo un crecimiento positivo ente los años 2001 y 2008, pero a partir de 2009 esta tendencia se revirtió regresando a cotas similares a las que se registraron a mediados de la década de los 90.
El entorno económico tan complejo como el actual hace que los potenciales compradores no encuentren el producto inmobiliario que se adapte a sus necesidades financieras y personales, lo que les hace desistir del proyecto de formar una familia totalmente emancipada, posponiendo el momento para un futuro donde, se supone, los precios del mercado sean acordes con la economía familiar mejorando la capacidad de compra (relación entre el precio de la vivienda y el salario).
Los jóvenes, al contrario de lo que ocurría en el pasado, al no comprar vivienda, no dispondrán en el futuro de una riqueza en propiedad. Más aún, no pueden asumir una carga hipotecaria, pero tampoco están acumulando otro tipo de activos financieros para compensar, en cierta medida, la caída de su riqueza en comparación con la de sus antepasados. Insisto: el pago de una hipoteca se considera como un activo, mientras que el pago de un alquiler es considerado como un gasto. Después de pagar una hipoteca hay un bien inmobiliario, después de pagar un alquiler no hay nada.